Uruguay derrotó 2-1 a los locales en el denominado «Maracanazo»
Javier Briseño Domínguez
Un año después de que Italia se proclamara bicampeón del mundo, estallaría la Segunda Guerra Mundial, uno de los episodios que más muertes ha ocasionado en la historia y mientras las balas cobraban vidas y las bombas destruían ciudades enteras, el futbol sería relegado.
La rendición de la Alemania de Hitler y el triunfo de las fuerzas aliadas pusieron fin a las hostilidades en 1945 y sería cinco años después, con gran parte del continente europeo en plena reconstrucción que el balón volvería a rodar en una Copa del Mundo.
La elección del país sede tuvo mucho que ver con el contexto político-social, ya que en lo que iba a ser el Mundial de 1942, los candidatos para albergar el torneo fueron Alemania, Argentina y Brasil; al quedar suspendido y posteriormente con la conclusión de la guerra, la FIFA organizó un congreso en 1946 en donde se planteó que Suiza fuera la organizadora.
Sin embargo, por no contar con los estadios necesarios para que se llevara a cabo la competencia, Brasil levantó la mano para ser el anfitrión y construyó un estadio gigantesco al que nombraron «Maracana» y que más tarde sería testigo de uno de los episodios más emblemáticos en la historia de este deporte, además de que la máxima justa el balompié volvería al continente que la vio nacer
En esta ocasión fueron 13 las naciones que viajaron a Brasil para disputar la competencia, siete de ellas de América y ocho de Europa. A diferencia de las dos últimas dos ediciones, se retomaría la fase de grupos en la primera ronda, los cuales quedaron conformados en dos sectores de cuatro equipos, uno de tres y uno de dos, en donde sólo el ganador de cada sector seguiría con vida.
Alemania y Japón, los grandes perdedores de la Segunda Guerra Mundial, también fueron castigados por la FIFA y no acudieron a la fiesta del futbol. Escocia que se había ganado su clasificación en la eliminatoria entre países del Reino Unido declinó por el hecho de no ser el campeón de su zona ya que ese título estaba en manos de Inglaterra, en tanto que la India también fue suspendida por el máximo órgano rector del futbol por haber jugado descalzos.
De esta manera, en el grupo uno se ubicaron Brasil, Yugoslavia, Suiza y México; el dos fue formado por Inglaterra, España, Chile y Estados Unidos; Italia, Suecia y Paraguay compitieron por el grupo tres, mientras que en el cuatro Uruguay y Bolivia se jugaron el pase a la siguiente fase.
En la definición del primer grupo, Brasil y Yugoslavia saltaban como favoritos mientras que Suiza y México lo hicieron como víctimas. Los pronósticos se cumplieron y los candidatos llegaron a su enfrentamiento con el boleto a la siguiente etapa en disputa.
Los cariocas habían goleado a México 4-0 en la inauguración oficial del Maracaná para después empatar con Suiza, a la vez que los balcánicos derrotaron a ambas naciones.
Brasil empezó ganando y Yugoslavia se había quedado con un hombre menos por la lesión de Rajko Mitic ya que en ese entonces aún no existían los cambios. Para cuando su estrella se repuso y regresó a la cancha, Brasil dio la estocada final sellando el 2-0 y la calificación.
En el grupo dos España impuso su ley por encima de Estados Unidos, Chile e Inglaterra con victoria sobre las tres naciones; El grupo tres que era el que estaba conformado por igual número de integrantes fue dominado por Suecia que obtuvo victoria sobre Italia y empate con Paraguay.
Por su parte, en el único duelo del grupo cuatro Uruguay no tuvo piedad sobre Bolivia e hizo valer su condición de favorito para ganar ocho goles contra cero y avanzar.
Con los cuatro ganadores de cada sector, dos representantes de América y dos de Europa, la novedad fue que no hubo llaves de eliminación a un solo juego, sino que se formó un nuevo grupo en el que jugarían todos contra todos y el que ganara más puntos levantaría el trofeo Jules Rimet
Los anfitriones dieron cátedra y vencieron fácilmente a Suecia y España con marcadores de 7-1 y 6-1 respectivamente. La otra selección del continente, Uruguay, arrancó la fase final con empate ante los ibéricos dos goles a dos para después vencer a los «Vikingos» por marcador cerrado de 2-1.
Así, brasileños y uruguayos llegaban a su enfrentamiento como los únicos con la posibilidad de ser campeones, mientras que Suecia y España buscarían el tercer lugar como premio de consolación que finalmente quedó en manos de los escandinavos.
El calendario marcaba el día 16 de julio de 1950, Brasil completo despertaba con la emoción de estar a un solo paso del campeonato. La ciudad de Río de Janeiro estaba llena de confianza y optimismo de festejar apenas el árbitro diera el silbatazo final y armar un segundo carnaval, pero a mediados de año.
Los aficionados abarrotaron el estadio Maracaná que recibió a 174 mil corazones latiendo a mil por hora sin saber que más tarde quedarían ‘infartados’.
Brasil saltó al campo ante la multitudinaria ovación. Con cuatro puntos acumulados la victoria o, en su defecto el empate, le darían el título, mientras que Uruguay que tenía tres unidades, estaba obligado a ganar.
Los amazónicos se fueron con todo al ataque ocasionando 17 llegadas de peligro al arco rival. Los charrúas trataban de mantener el orden defensivo, pero también generaron sus oportunidades en ataque, incluido un disparo de Oscar Míguez que pegó en uno de los postes de la portería del arquero Barbosa.
Sin el movimiento en el marcador, arrancaría la parte complementaria. Apenas a los dos minutos de juego de la segunda mitad, Albino Friaca Cardoso puso en ventaja a los locales y el estadio estalló de felicidad.
El entrenador de Brasil, Flavio Costa, recordaría aquella anotación como la certeza de que iba a comenzar la goleada a la que se había acostumbrado la afición. “El gol debía tranquilizarnos, pero provocó el efecto contrario, porque el pueblo comenzó a celebrar la victoria”, declaró tiempo después.
Cuando todo era felicidad en el graderío, al minuto 66, Juan Alberto Schiaffino bajó los decibeles en los festejos locales con la igualada en el marcador y al 79 Alcides Ghiggia fue el encargado de apagarlos por completo.
Como un golpe de nocaut que desconecta el cerebro y el cuerpo de un boxeador, Uruguay había dado la vuelta al marcador ante la incredulidad de 52 millones de brasileños.
Schiaffino había disparado de larga distancia ante el esfuerzo inútil del arquero Moacyr Barbosa que se encontraba adelantado y que, a pesar de alcanzar a tocar el balón con la mano en su lance, no pudo evitar la caída de su arco.
El impacto fue tan brutal que en los minutos restantes Brasil no pudo hacer nada al respecto sobre la cancha.
Uruguay se proclamaba campeona del mundo por segunda ocasión e igualaba a Italia como los máximos y únicas dos naciones en ganar la copa Jules Rimet. La prensa brasileña ya había mandado a hacer miles de periódicos con la leyenda de «Campeones», mientras que el mediocampista Zizinho había firmado más de dos mil fotografías con la fras «Brasil campeón del mundo».
El propio Presidente de la FIFA en aquella época, Jules Rimet, dedicó a esos momentos posteriores al final del encuentro una parte interesante de su libro La historia maravillosa de la Copa Mundial: “A falta de algunos minutos para la conclusión del partido (que iba 1-1), dejé mi puesto en la tribuna de honor y, preparando ya los micrófonos, bajé a los vestuarios, ensordecido por los gritos del público. (…) Yo seguía en dirección al campo y, a la salida del túnel, un silencio desolador había ocupado el lugar de todo aquel júbilo. No había guardia de honor, ni himno nacional, ni entrega solemne. Me vi solo, en medio de la multitud, empujado hacia todos lados, con la copa bajo el brazo. Acabé por encontrar al capitán uruguayo y, casi a escondidas, se la entregué”.
El árbitro inglés George Reader señaló el final del encuentro, envolvió el Maracaná un aura de incredulidad y tristeza tan densa que, incluso entre los uruguayos, el recuerdo es más de conmoción que de explosión de alegría.
“Yo lloraba más que los brasileños, porque me dio pena ver cómo sufrían. Fue como si llorase por ellos. Todavía en el campo, cuando esperábamos a que nos entregasen la copa, tuve el impulso de correr hacia el vestuario. Estábamos todos muy emocionados”, rememoró Juan Alberto Schiaffino.
En pocos minutos Brasil se había transformado de carnaval a funeral, en donde sin duda el que más perdió en ese momento fue el defensor de la portería brasileña. Moacyr Barbosa quedó tachado como el villano por no poder detener aquel disparo a pesar de haber sido calificado como el mejor portero del torneo.
Casi medio siglo más tarde, en 1993, Barbosa declararía durante una entrevista: «En Brasil la pena mayor por un crimen es de 30 años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí».
Mientras tanto, en un humilde hogar brasileño, un niño de casi 10 años escuchaba el trágico partido por la radio y después vio llorar a su papá ante la derrota. Ese día, aquel pequeño haría la promesa de algún día convertirse en futbolista y ganar un Mundial para su país y, sobre todo, para su padre. En su familia le llamaban: